jueves, 26 de julio de 2012

Kawabata: Limpiar la herida y emponzoñarla.

 
Yasunari Kawabata
 ¿A qué llamamos belleza? ¿A qué llamamos tristeza? Ambas palabras se funden un fin de año con el pitido de un tren. Pero para mí no es  fin de año. Hoy es uno de los últimos días de un mes de julio. El sol se ha debilitado y una calima tenue desvanece la otra orilla del Estrecho. Mi imaginación viaja como un polizón en los barcos que atraviesan la niebla  y se introduce en la novela que no estoy leyendo, sino recordando.  

 Es fin de año para los personajes que habitan la novela. Uno de ellos,  Oki, viaja en tren  a Kyoto. Kawabata, el autor, nunca acabará de precisarlo en la niebla. Siempre mantendrá la tensión entre los aspectos contradictorios de sus personajes, reflejo especular del carácter igualmente contradictorio de cualquier manifestación de la vida.  En esta primera escena Oki está  hundido en su asiento, en un vagón panorámico, con los ojos fijos en los movimientos de un sillón giratorio que da vueltas en el vagón vacío. Soledad.  Los recuerdos hacen oscilar en su memoria la luz y la oscuridad.

 Acabo de poner una pieza de música japonesa para Koto, mientras intento evocar este viaje de Oki leído hace ya tiempo en el maravilloso libro de Kawabata Lo bello y lo triste. El libro es también para mí un recuerdo. ¿Por qué viajaba Oki a Kyoto? ¡Ah, sí! Su intención era oír las campanas que anuncian el nuevo año en el templo de Chion-in. Para los japoneses la llegada del nuevo año es – o era – un tiempo de expiación. En todas partes los templos  hacen sonar unas campanas que tienen en su exterior un vástago de madera suspendido con cuerdas que percute a la manera de un badajo, pero por el exterior. Son 108 los golpes porque 108 son los pecados humanos. La más grande de estas campanas es la del templo  de Chion-in que Oki sólo había escuchado a través de la radio.

Para Oki tal vez el peso de su culpa era grande también y, por ese motivo, acudía a aquel lugar. ¿O sólo le impulsaba la nostalgia? En todo caso era el momento de hacer balance. El sonido de las campanas le provocaba  inquietud.  Le ganaba una sensación punzante, dolorosa. El sonido del koto  corteja, así mismo,  una añoranza que a menudo se confunde con el pesar y el remordimiento.

En realidad, Oki siente el deseo apremiante de volver ver a Ueno  Otoko, una mujer que   veinte años atrás fue su amante, cuando apenas era una niña ¿Sería posible pasar este tiempo de expiación en su compañía?. ¿Escuchar juntos las campanas? ¿No es una idea disparatada? Hacía mucho tiempo que ansía verla. ¿Habrá cambiado?

Templo de Cho-nin
 Otoko se ha convertido en una pintora célebre. Sintiéndose casi como un espía, Oki ha contemplado sus  fotografías en las revistas de arte.  Pincel en mano, inclinada sobre un cuadro, continúa siendo muy hermosa. Ya no es una joven pero sus rasgos conservan el trazo  inconfundible y su figura se mantiene esbelta. Percibo el sonido de seda del Koto. Un mismo sonido puede provocarnos sentimientos distintos. En Oki, a medida que  revive el recuerdo de Otoko,  la nostalgia se troca en remordimiento.

Las novelas de Yasunari Kawabata no son estrictamente autobiográficas, pero, a veces,  se inspiran en  heridas,  dilemas, gozos y alegrías,  que le acompañaron desde su adolescencia. Escribe con un ojo cortado y en sus páginas nos interrogan como esfinges la soledad, el aislamiento, la indiferencia y  la belleza.  Cada realidad en discordia con su opuesto: La voladura de lo interior y lo exterior; la juventud y la vejez clavándose sus aceros; lo real y lo irreal golpeándose por sorpresa en la nuca; el amor armándose de odio; el placer rebosando dolor.  El filo de la vida se precisa en sus momentos de mayor intensidad. Desgarra las ocasiones felices, como  las desdichadas y alcanza el rigor inevitable de la tragedia.

Sólo la  emoción suaviza el tránsito entre las contradicciones del ser humano, entre  el interior y el exterior de los personajes, entre su  presente y el recuerdo.  Cuando al día siguiente Oki despierta, está lloviendo. Casi sin transición el sonido de la lluvia se transforma en la voz de Otoko veinte años atrás. Oki, frente al espejo, se anuda lentamente la corbata. Ella tenía  quince años y sus primeras palabras tras haber perdido la virginidad en sus brazos, fueron:
- Deja... Yo te haré el nudo...

La escena muestra cómo el se está vistiendo para separarse de ella y volver con su familia. Otoko le hace un nudo perfecto. Lo ha aprendido a hacer fijándose en su padre, que murió cuando ella tenía once años. La luminosa belleza de su rostro se refleja en el espejo

Evoco a pequeños sorbos el libro. Recurro a Sueños, la deliciosa pieza de Shinishiro Ikebe.  En mi imaginación esta música es el espejo que refleja el rostro de Otoko, su belleza punzante, sus gestos frescos, su consistencia casi metálica.  Los primeros capítulos de la novela enamoran al lector de una Otoko  prodigiosamente  hermosa, una criatura entregada por completo al amor. Cuando llega el momento de mostrar su otra cara, a Kawabata se le plantea el problema de  hacer verosímil el lado oscuro de un ser que nos ha deslumbrado. Recurre a otro personaje para encarnar la capacidad destructiva provocada por la frustración del amor. Keiko es la réplica que aparece en escena y se comporta, al menos en un principio, como un muñeco de ventriloquia, manipulado por Otoko.

Oki llama a Otoko y queda con ella al día siguiente. Entretanto pasa el tiempo con la mirada fija en las colinas batidas por el viento. ¿Qué sentido tiene el reencuentro? ¿Cómo interpretar los recuerdos? ¿Se podía hablar realmente del pasado? ¿Habían terminado sus amores alguna vez? Cuando el mismo sentimiento parece limpiar una herida y emponzoñarla ¿A qué llamamos belleza? ¿A qué llamamos tristeza? ¿Cómo distinguir una de otra?

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