martes, 24 de julio de 2012

El origen de Santayana en la isla perdida de Batang



Isla de Batang
  Las circunstancias que convirtieron a un muchacho español en un eminente filósofo norteamericano o que hicieron que un eminente filósofo norteamericano no dejase nunca de ser un muchacho español son una historia azarosa, a veces fantástica,  siempre enigmática que se inicia en la isla de Batang en Filipinas..  

Sus padres, dos personas cuerdas y reflexivas, que no compartían ilusión alguna, deciden casarse. ¿Por qué?  Sólo la pasión parecería justificar aquella unión tan poco justificada. Pero la pasión no fue la causa. Fue una irresistible fuerza, un impulso incontrolado, como si tiraran una vez más los dados. Quien así hablaba de sus padres es uno de los más importantes filósofos norteamericanos de todos los tiempos que, paradójicamente, aunque escribió toda su obra en inglés,  puede considerarse un escritor español, con algunas afinidades con la generación del 98.

George Santayana
Vuelvo una y otra vez a Santayana. Me gusta leerle por que me provoca una clase de perplejidad, que me permite rumiar conceptos e ideas con el ritmo lento y despacioso que reclama mi escaso temperamento filosófico. A la hora de pensar me siento más cerca de la actitud contemplativa de las vacas que de los principios activos del pensamiento de  los filósofos. Georges Santayana me ofrece pasto para mi irresolución y mis vacilaciones.  Tal vez, por que es el más paradójico de los hombres de los  que he tenido noticia. Creo que Sender tiene razón cuando asegura que el motivo es que  no  temía a las contradicciones. Santayana fue un ateo que escribió libros con aroma religioso. Fue un excepcional profesor -  catedrático en Harvard - al que le desagradaba dar clase. Un español -jamás renunció a su nacionalidad - que vivió como un ciudadano del mundo y pasó cortas temporadas en su país, aunque llevó siempre consigo, cosidas  su paisaje y su cultura. Americano de adopción y formación, vivió la mayor parte de su vida fuera de América y no adquirió nunca su ciudadanía. Anticlerical, fue a acabar sus días en un convento de Roma, donde prohibió a las monjas que le atendían cualquier alusión religiosa, Y antes de morir dispuso que lo enterraran en un cementerio católico, pero en la parte no consagrada, destinada a los execrables.

Está claro que consideró filosóficamente el margen si no como el lugar de la verdad, al menos como el espacio de la duda, tan fecunda como amada por los filósofos de todos los tiempos. ¿Incoherencia? ¿Sinrazón? Para abrirnos paso por ese aparente  cúmulo de contrasentidos, precisamos  algunas de las cualidades que activaban su mente: la viveza, la dialéctica y, desde luego, el sentido del humor.

Antes de llegar a sus padres es preciso hablar  de su abuelo materno. Su abuelo José pertenecía a una familia acomodada de Reus. Pero no era el mayor. Según el derecho que regía en Cataluña, la casa, las tierras y la autoridad correspondían al primogénito. Los hijos menores tenían que emigrar o profesar en la Iglesia.

El abuelo José se hizo deísta, seguidor de Rousseau y fracmasón. Cuando los cien mil hijos de San Luis restablecieron el absolutismo huyó a Mallorca. Allí conoció a una mocetona rubia de ojos azules, con la que se casó. Juntos, en busca de una sociedad más espontánea y natural, cruzaron el Atlántico y se establecieron en el estado de rural y jeffersoniano de Virginia.
Andrew Jackson

El nuevo mundo era también un mundo reciente, libre de tradiciones e hipotecas del pasado, aunque subsistía la esclavitud. Con los años José se convertiría en un ciudadano respetado y el presidente Andrew Jackson le designaría cónsul en Barcelona.

De este modo regresó el abuelo a la patria de la que había tenido que salir huyendo, viudo,  con gloria, perspectivas de ganarse el pan y una hija de nueve años sin bautizar que con el tiempo se convertiría en la madre de Georges Santayana.    

Tras el nombramiento del abuelo como cónsul norteamericano en Barcelona, todos se las prometían felices. Pero cesaron al presidente de los Estados Unidos y también le cesaron a él.

Embarcación filipina
Entonces sus amigos políticos - el abuelo era liberal - le ofrecieron un lucrativo puesto en Filipinas, en aquel tiempo colonia española. El viaje de Cádiz a Manila duró seis meses. A la llegada se enteraron de que el gobierno había cambiado y el puesto se lo habían dado a otro.

Se apiadaron de él y le nombraron gobernador de la remota isla de Batang, una de las islas Batanes, situadas en el extremo norte del archipiélago filipino.   El viejo era un hombre de hábitos sedentarios, malparado y decepcionado. No resistió el clima del trópico. 

La madre se quedó huérfana, sin bienes y sin amigos, sola a la edad de veinte años, en una remota isla donde era la única extranjera. “Pero dio muestras de su valor y carácter- escribe Santayana en su autobiografía -  Con el dinero que pudo ir reuniendo y con sus joyas por fianza compró o alquiló un pequeño velero. Contrató un patrón y un sobrecargo nativos y empezó a enviar cáñamo a Manila para su venta.

En un corto espacio  de tiempo reunió un pequeño capital y comenzó a sentirse segura e independiente. Adoptó la vestimenta nativa, rechazó las ofertas de acogida por parte de los parientes y amigos de su padre y  hubiera seguido para siempre aquella vida acorde con la naturaleza, a no ser por un incidente que lo trastocó todo. Aquella soledad a la vez trágica y protectora – prosigue Santayana-  se vio turbada por la llegada de una nueva persona. Batang seguía sin gobernador. Pero al fin se envió un gobernador, un joven.

¿Solos en la isla? Sin duda formaban un cuadro idílico en aquella isla tropical. Pero entonces no sucedió lo que hubiera sido previsible. Lo evitó el decoro. Ella huye para evitar el escándalo. Ella volvió orgullosamente la espalda a aquel joven intruso – precisa Santayana -  y regresó a la civilización, a Manila.  Pero el destino acabaría mofándose  de aquellos impedimentos. El estaba destinado, muchos años después, a convertirse en el segundo marido y  padre de Santayana.
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Pero eso sucedería más tarde. Para que exista un segundo marido, antes tiene que existir el primero.  En Manila la madre de Santayana conoció a otro joven: Un comerciante norteamericano de religión protestante. Se casaron en un navío inglés para evitar problemas eclesiásticos.

Boston en el XIX
Mi padre tendría que esperar para cortejarla y yo para nacer. Por lo pronto tuvo cuatro hijos. Murió el mayor. Lo que provocó que se encerrara en una callada desesperación, permanente, devastadora.

Su primer marido la envió, con sus otros tres hijos,  de Manila a Boston, en el tiempo record de noventa días. En aquel barco también viajaba un joven, el mismo que se cruzó en su camino en la isla.  Nuevamente intervino el azar ofreciendo una segunda oportunidad al destino.

El primer marido de su madre muere de manera prematura e inesperada. La joven viuda y los tres huérfanos se instalaron en Boston, bajo la protección de su familia política norteamericana,  con sus bienes filipinos: los mantones, abanicos, mesitas de laca china, vitrinas de cristal con árboles, frutas y animales y una esclava china - Juana - a la que había comprado, bautizado, por supuesto liberado y contratado como criada.

Hasta que estalla la guerra civil en Norteamérica y  abandonan  Boston para refugiarse en España. En Madrid, la madre  frecuenta un círculo de antiguos residentes en Filipinas que acostumbraban a reunirse para remozar antiguas amistades y evocar experiencias compartidas. Allí se encontraron de nuevo los dos jóvenes que coincidieron años antes en la isla de Batán y en el barco que les trasladó hasta Boston. .

 Si yo estuviera escribiendo una novela y no una historia – reflexiona Santayana - me sentiría tentado a inventar incidentes o conversaciones anteriores que pudieran explicar cómo leves impulsos se convirtieron en una fuerza irrefrenable.  Pero lo sorprendente es que aquellos dos seres no albergaban ilusiones recíprocas. Dos personas sumamente sensatas, de cuarenta y cincuenta años respectivamente, sin ninguna esperanza recíproca deciden casarse. ¿Por qué?

La respuesta a ese por qué me aproxima al Santayana que me fascina, al hombre en cuyos pensamiento, sumamente brillantes,  se incrusta la intuición, más brillante aún, de lo que otros sienten o piensan. Efectivamente es la actitud de un novelista. Era una unión tan poco justificada que sólo la pasión parecería justificarla, deduce. Pero percibe que esta explicación no puede ser cierta. Con el tiempo caen en sus manos  unos versos que escribió su madre cuando tomó la decisión de casarse, decisión que califica de irracional. Veinticinco años después la madre envió aquellos versos al padre, cuando ya era improbable que se volvieran a reunir. Los versos dejaban claro que era imposible la existencia de un amor entre ellos. ¿Entonces qué clase de impulso que no pudieron dominar les obligó a actuar? Santayana habla de una fuerza parecida al envite de unos dados que ruedan. Las cosas en conjunto les impulsaron a la acción – concluye – Pero tanto el como ella la realizaron sin ganas y con plena presciencia de las necesidades que les esperaban. Efectivamente  la visión del novelista pasa por encima de la del filósofo.  Fruto de aquel  impulso tan incomprensible como arrollador nació Georges Santayana el 16 de diciembre de 1863.

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