miércoles, 28 de marzo de 2012

Soy Lardnermaníaco



Ring Lardner
 Mi vida transcurre entre historias. Una vez leí un relato con mucho ritmo que narraba el encuentro entre un guardia de tráfico y una seductora automovilista en una esquina transitada de Nueva York. Se llamaba Hay ciertas sonrisas. Del autor sólo sabía que se llamaba Ring Lardner y que había vivido en un lugar llamado Great Neck, un pequeño pueblo residencial en el que junto a Scott Fitzgerald se bastó para mantener la prosperidad de un puñado de bares. Aproveché un salto al otro lado del charco para preguntar a los que aún les sonaba y logré saber algunas cosas sobre él. Pero no eran demasiado substanciales. Por ejemplo una mujer mayor me contó que había oído decir a su madre que tenía el cabello espeso, largo, brillante. En sus recuerdos nunca empezaba a blanquear. Y el más veterano de la residencia de ancianos, antiguo empleado del estanco, recordaba que su mano huesuda era fuerte y cálida cuando acariciaba su cabeza de niño. En fín, ese tipo de generalizaciones a las que están acostumbrados a recurrir los vecinos cuando les preguntan.

Hasta que Rendueles me mostró una fotografía y me dijo: empieza por mirarle los pies. La mayor parte de mis informaciones de primera mano sobre los escritores de esa época proceden de Rendueles, un periodista cubano que había colaborado durante la guerra civil española con el servicio de propaganda del estado mayor del ejército republicano. Después se marchó a Nueva York donde se ganó la vida en una agencia para la que trabajaban muchas de las grandes plumas de la literatura norteamericana. Le conocí cuando regresó a españa, muchos años después, gracias al editor Arturo Soria y Espinosa.

Rendueles me hizo notar que Ladner era un tipo altísimo, cercano a los dos metros. Por eso aguantaba tanto. Tardaba en llenarse aunque bebía como una esponja, añadió. Resistía más que Scott Fitzgerald.

Yo apenas bebía - prosiguió Rendueles - Pero asistí a las proezas etílicas de uno y otro. Entonces yo todavía soñaba con ser escritor.

Me describió a Lardner con ojos de rana, pero muy vivos, el rostro duro e impenetrable. Nunca llegué a ser escrito, se lamentó sin acritud. Me quedé en periodista. El sí logró ser escritor de raza y además se ganaba y muy bien la vida como periodista. Mucho mejor que yo.

Me aseguró que al principio Lardner se hizo famosísimo cubriendo los partidos de no se qué deporte absurdo - todos los son - para un periódico de Chicago. Pero al poco tiempo sus columnas se publicaban simultáneamente en 115 periódicos. Aunque lo que verdaderamente envidiaba Rendueles era el método de trabajo. Porque Ring Lardner escribía cincuenta artículos de una tacada, en un par de días , y de ese modo podía dedicarse en exclusiva a beber y a divertirse hasta que se acababan los artículos y tenía que enviar una nueva remesa. Por cierto que Lardner estaba casado al igual que el guardia protagonista de Hay ciertas sonrisas. Le dije a Rendueles que me costaba imaginarle en bata y zapatillas, como un respetable padre de familia, acompañado de su mujer y sus cuatro hijos. ¿Qué hacía este hombre casado? La verdad es que el comportamiendo que resultaba coherente en el guardia, su personaje, no parecía verosímil en el escritor. Rendueles me hizo notar que Ring y su familia vivían muy cerca de la casa de Scott Fitzgerald. A su juicio este dato cambiaba bastante las cosas. Lardner sólo pasaba quince días al mes con su familia. Los otros quince días eran una juega contínua. De ese modo podía hablar con autoridad de una y otra forma de vivida.


¿Cómo se conocieron la chica del Cadillac, remedo del Lardner irresponsable y Ben Collins, el guardia urbano, trasunto del Lardner domesticado? El relato trata de la oportunidad, la seducción, el azar y la imposibilidad. Entonces, una mañana de septiembre, un Cadil­lac descapotable de dos plazas, cero kilómetros, de color azul con accesorios amarillos, bajó como una exhalación por la avenida, violando todas las leyes del sentido común y del estado y la ciudad de Nue­va York.

Los gritos y los toques de silbato de los guardias de tráfico, en la calle Cuarenta y ocho y la calle Cuaren­ta y siete, no consiguieron detener su loca carrera,

Pero el guardia de la calle Cuarenta y seis, plantificó su inmensa huma­nidad en su trayectoria, dándole al conductor a ele­gir entre reducir la velocidad o atropellarlo, y luego, con una rapidez de reflejos sorprendente para al­guien tan corpulento, apartándose de un salto y su­biéndose al estribo, logró forzar una rendición en el bordillo, a medio camino entre su puesto y la calle cuarenta y cinco. Estaba a punto de enfadarse y de decir lo que pensaba con palabras grandilocuentes, cuando reparó por primera vez en la cara de la transgresora. Era la cara más bonita que había visto en su vida...

El relato habla de las cosas que no pasan que, a veces, tienen una influencia sobre nosotros más profunda y poderosa que las cosas que realmente pasan. Deja un poso parecido a un cuenta de Scott Fitgeral titulado La bruja pelirroja. No sin argumentos muchos lectores aprecian en Ring Lardner a un gran maestro del relato corto. En una época en la que Hemingway o Scott Fitgerald exprimieron el género como a un limón, hasta extraerle gran parte de su jugo.

El prestidigitador de Pasternak

Le reconocemos por su forma de vestir: El jubón multicolor, los zapatos puntiagudos y el talego vacío como el de un mendigo errante. Si encontraba a un pájaro era capaz de entender su lenguaje. Llegó hasta una torre que, con el tiempo,se convertiría en Abadía famosa, cuando el cristianismo comenzaba a implantarse sobre la cultura pagana. A sangre y fuego: Los caminos que atraviesó hasta llegar allí estaban llenos de crucificados.

Temía sufrir la misma suerte pero estaba acostumbrado a la incertidumbre. El monje que le recibió le facilitó una celda, fuego, pan, una manta, agua para beber y lavarse.

La hospitalidad era solo aparente. pues el fuego no ardía, el agua estba sucia, el pan duro y mohoso y la manta infectada de pulgas.
Boris Pasternak
El prestidigitador se defiende con su lengua. Impreca, maldice.Sabe que su mundo, el mundo pagano, se ha derrumbado y que sus dioses ya no le protegen. No comprende las nuevas creencias con las que ha de convivir. Está preso. La puerta de la celda está cerrada con llave. Los monjes son muchos y más fuertes. Pronto descubrirá que el abad recela de sus poderes. Le intimida la magia, por supuesto. Pero aún más le preocupa la rima. Teme que la rima fije en la memoria de los hombres la maldición de su nombre por allí donde pase el prestidigitador.

El abad abre explícitamente los brazos formando una cruz antes de irse a dormir.La orden es clara. Esa noche los monjes obligan al prestidigitador a levantar su propia cruz. El intenta usar todas sus habilidades para dilatar el momento. Juegos de manos, historias regocijantes y libres, relatos de amor que convierten a aquellos hombres rudos y hoscos en un puñado de niños. Cuando agota su repertorio, los verdugos despiertan de la fascinación. Se siente el más desgraciado de los hombres porque posee imaginación y deseos que sus verdugos no tienen. Imaginación y deseos que incrementan su desventura. Al fin le clavan en la cruz. Y con él clavan las sensaciones, recuerdos, fantasmas y quimeras del prestidigitador, sus dioses, su mundo imaginario y sus sueños. Morirá y su cuerpo será devorado por los lobos y picoteado por los pájaros. La historia la escribió Boris Pasternak en una época y un país en el que también se perseguía a los juglares.