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Por aquel
entonces, Rousseau era un don nadie y había encontrado colocación como
criado en la casa del anciano conde de Gounon, Caballerizo de la Reina.
De falso criado para ser exactos. Rousseau era un simple lacayo, pero ni
siquiera vestía librea y tenía prohibido viajar en el pescante de las carrozas
con sus iguales. Se acomodaba en el interior junto a los señores. El motivo era
que el conde albergaba otros proyectos para él.
Las Confesiones |
Hasta que un
día se suscitó una discusión filológica y el conde le espoleó a intervenir. Su
disertación fue tan brillante que el conde recordó que había planeado formarle
para que se convirtiera en el hombre de confianza de su hijo mayor. Su
primogénito estaba destinado a servirse del Estado y había emprendido la
carrera diplomática. El segundo hijo, el abate Gounon, estaba destinado
a servirse de la Iglesia y su propósito era obtener una sede episcopal.
Al abate le
resultaba enfadosa la teología. Era un apasionado de la cultura clásica. Rousseau
mejoró a su lado el latín, y aprendió algunos secretos que encerraban los
códices greco-latinos que el abate consideraba indispensables para
desenvolverse en la vida.
Le descubrió, a
través de las obras de Herón, que ciertos santuarios, en las sociedades
griega y romana, disponían de maquinarias escénicas y teatrales y se valían de
principios neumáticos y mecánicos para provocar efectos sorprendentes,
inesperados e incomprensibles. Ingenios como una máquina de fuego que abría las
puertas al recibir las ofrendas de los fieles; pesadas estatuas que se movían,
volaban o hablaban; altares cuyas imágenes apagaban el fuego sagrado; fuentes
que manaban sin que nada ni nadie las activara. Eran los antecedentes de lo que
hoy conocemos como Grandes Ilusiones o magia de escena, realizada mediante
aparatos. Y también de los efectos especiales.
Tratado de Herón sobre Autómatas |
Era el caso de
la estatua del palomo de madera de Arquitas de Tarento, que simulaba
volar en el templo de Antium. O del famoso templo dedicado a la Diana Pérsica,
no lejos de la ciudad de Tiana, donde nació el taumaturgo Apolonio. Las
vírgenes al servicio de la diosa caminaban sobre brasas sin quemarse. O de la
célebre estatua de la diosa Cibeles de cuyos pechos de piedra surgía
misteriosamente leche.
Los mecanismos
utilizados habían sido descritos por Herón, inventor, matemático, físico
e ingeniero de probable origen egipcio, afincado en la provincia romana de
Alejandría. Debido a que incorporaba a sus propias invenciones las de sus
predecesores Ctesibio, Filón y Arquímedes, permitía
hacerse una idea bastante cabal de los trucajes de los templos de la antigüedad.
Su legado
documenta las múltiples relaciones entre magia, ciencia y religión. Por una
parte, muestra una práctica muy extendida entre los magos de todas las épocas.
Suelen valerse de principios científicos y de los avances tecnológicos para
concebir y realizar efectos que incorporen la sensación mágica de lo imposible.
También atestiguan la utilización de estas invenciones por parte de confesiones
religiones, sectas y sociedades secretas, para añadir misterio o veracidad a
sus ritos. Los fieles, desconocedores de los principios aplicados a los actos
del culto, atribuían los fenómenos maravillosos a las fuerzas sobrenaturales, a
los dioses en los que creían.
El catálogo de ilusiones que propone Herón es sencillamente apabullante. Podemos realizar un viaje imaginario para juguetear con los objetos relacionados con el culto cuyas propiedades se percibían como sobrenaturales.
Por ejemplo,
las pesadas puertas de los templos. Encendiendo el fuego, las puertas se
abrían. Y se cerraban cuando el fuego se extinguía. Los mismos devotos
producían el efecto sin saberlo al quemar sus ofrendas en un recipiente
metálico situado bajo el altar. El calor hacía ascender el aire en su interior
hasta introducirse, a través de un conducto hueco, en otro recipiente lleno de
agua. Debido a la presión, el agua se trasvasaba a un caldero de cobre que
colgaba de un sistema de cadenas y poleas, acopladas a los goznes de la puerta.
A medida que penetraba el agua, el peso aumentaba y el caldero al descender
hacía girar lentamente los goznes.
Las puertas se
abrían y las gentes penetraban en un lugar piadoso donde creían que habitaban
sus dioses. Uno de los efectos más sorprendentes lograba que los dioses
bailaran.
Consistía en
una esfera que flotaba sobre un altar, en principio a oscuras. Cuando el
creyente se arrodillaba para orar, el interior de la esfera se iluminaba,
dejando ver una danza de dioses.
Recipiente que puede ofrecer agua o vino |
Herón concibió numerosos autómatas. El de Hércules disparaba una flecha sobre un
dragón que al sentirse herido resoplaba. Una corriente de agua combinada con la
rotación de una estatua de Pan desencadenaba que un animal bebiera. Un caballo
seguía bebiendo incluso después de ser decapitado.
En los templos
las estatuas podían apagar los fuegos rituales. Mediante un sistema que
combinaba la presión del agua y del aire. A través de unos orificios
inagotables abiertos en sus manos, derramaban agua o vino sobre el fuego.
Ideó, así mismo, diversos teatrillos de marionetas. En uno se representaba el mito de Dionisos. Y, en otro, la venganza de Nauplios contra los asesinos de sus hijos, remedando tormentas y naufragios.
Son muy
numerosos los efectos que se atribuyen a Herón, como producir el canto
de los pájaros o lograr que una bola se mantenga sola en el aire.
Incluso un
efecto similar al de nuestras máquinas expendedoras: una pila de abluciones que
se ponía en funcionamiento con una moneda de cinco dracmas se convertía en algo
asombroso, porque los usuarios desconocían el mecanismo.
La Fuente de Herón
que el abate Gounon había regalado a Rousseau formaba parte de
esta clase de objetos que en la Antigüedad se usaron para el culto y en el
siglo XVIII se habían transformado en un entretenimiento.
En el siglo
XVIII la magia se hallaba en pleno proceso de desacralización. Lo efectos
pretendidamente sobrenaturales se transformaban en arte o espectáculo. La
fuente servía, al tiempo, para ilustrar algún principio científico o desmontar
alguna superstición. Era adecuada para ambos propósitos. Por una parte, su
condición era la de una máquina hidráulica en circuito cerrado que ilustraba el
principio de los vasos comunicantes y, por otra, provocaba la sensación mágica
de funcionar por sí sola, sin que nadie la activase.
Para los
enciclopedistas y filósofos tenían la propiedad de desvelar el carácter trucado
de los prodigios, revelar la naturaleza engañosa de las maravillas y, por
tanto, desacreditar las creencias que se sustentaban en los milagros. Los
milagros eran ilusiones creadas por el ingenio humano. De hecho L´Enciclopedie
describe con precisión la fuente de Herón y su funcionamiento, de
acuerdo con las concepciones filosóficas de la época, según las cuales la
agudeza y la habilidad al servicio de las leyes naturales pueden producir la
ilusión de un milagro.
Es decir, la Fuente
de Herón era simultáneamente una representación material y visible del
pensamiento científico y un medio de reencantamiento del mundo del que han sido
desterrados los dioses y los milagros tras el triunfo del pensamiento
científico y el imperio de la Razón.
Nos permite
entender el doble papel del ilusionismo en la Edad de la Razón. Como recreación
científica, se situaba decididamente a favor del progreso. Al mismo tiempo,
intentaba restituir al mundo el misterio y el encantamiento desterrados por ese
mismo progreso. Pronto veremos la facilidad con que los elementos científicos y
técnicos serán absorbidos por el imaginario mágico.
Ilustración para La Nueva Heloisa |
De esta
situación ingrata le saca una nueva atracción, esta vez homosexual, que
experimentará por un joven llamado Bacle. Se lo presenta un pariente
suyo al que denomina Boca-torcida, quizá a causa de la huella en su
rostro del esfuerzo y atención que exigía su oficio de pintor de miniaturas.
Bacle es ginebrino como él. Se comporta con la desenvoltura, libertad y
despreocupación que son privilegio de la juventud. A Rousseau le fascina
hasta tal punto de no poder separarse de él.
Rousseau joven |
Rousseau acaricia la idea de marcharse con Bacle. Una decisión que entraña
renunciar a desarrollar una carrera, despedirse de la seguridad, renunciar al
apoyo de sus señores.
Entonces es
cuando concibe la posibilidad de ganarse la vida como ilusionista. No piensa en
otra cosa que en emprender viaje, sin ataduras ni limitaciones, abandonado al
placer, al azar y a la real gana. Está convencido de que los planes que alberga
el conde respecto a él son ambiciosos e imprecisos, tal vez, improbables y si
alguna vez se llegaran a materializar, no se podrían equiparar a un sólo minuto
de goce y libertad en compañía de Bacle.
Mucho tiempo después, en Las Confesiones, al recordar aquel momento de su existencia, se preguntaría: “¿Se creerá que estando a punto de cumplir los diecinueve años, se pueda esperar de una redomita vacía la subsistencia del resto de la vida?"
“La redomita
vacía” era la fuente de Herón que le había regalado el abate. Una fuente
de compresión que aprovecha las propiedades de los gases comprimidos. Consta de
tres vasos y tres tubos. Comprimiendo el aire se consigue que el agua mane, en
forma de surtidor por el tubo del centro del tercer vaso.
Los dos amigos
pasan el tiempo juntos, estudiando el funcionamiento de la fuente y proyectando
el viaje.
“¿Qué había en
el mundo tan curioso como una fuente de Herón?”, se pregunta Rousseau.
De este modo
conciben la idea de ganarse la vida con ella. Cada vez que lleguen a un lugar,
sólo tienen que convocar a las gentes y ofrecer una representación. El éxito
está asegurado. No tendrán que preocuparse por los gastos. Recibirían toda
suerte de regalos, comidas y agasajos.
De esta manera,
Rousseau abandona al conde, su influyente protector, y al abate, su
maestro. Deja sus estudios, renuncia al porvenir asegurado y escoge la vida de
un ilusionista vagabundo.
Salen de París, con los bolsillos casi vacíos y el corazón
rebosante de ilusión. Tienen en proyecto atravesar los Alpes por la región de
Saboya para dirigirse a Ginebra. Justo lo mismo que harán los saboyanos, años
después, cuando recorran Europa con sus linternas mágicas. Pero las
representaciones que ofrecen Rousseau y Bacle no tienen el éxito que obtendrán
los saboyanos. Es cierto que la Fuente divierte a los huéspedes y criadas de
las posadas en que se alojan. Pero el repertorio les parece escaso. Al cabo de
un rato se cansan y desean ver otros juegos y efectos.
Los dos jóvenes aprendices de ilusionistas jamás consiguen
librarse de pagar sus gastos. Y su aventura escénica termina como la fábula de
la lechera que había escrito un siglo antes Jean de La Fontaine. La fuente de
Herón, como el cántaro de la lechera, se rompió cerca de Bramante.
Poco después, en Annecy, frente al hermoso lago, los dos
amigos se separaron